Mientras ‘el ser se dice de muchas maneras’, la nada en cambio es unívoca; sólo una voz la nombra, y esa voz nombra, precisamente, nada. (Samuel Schkolnik)
Cuando llegamos al hotel de Lima nos asignaron una habitación capicúa: 212. Nos dirigimos al ascensor y nos sorprendiò que a pesar de que nos enviaron al segundo piso, quedaba en el primero, o en lo que nosotros llamaríamos el primer piso. Me sonreí. Mi hijo me dijo que cómo podía ser que salten así,” ¿pero que no conocen el cero acaso?”. Le contesté con el truco más viejo del mundo: conté los dedos de la mano nombrando cero al primero; resultado, ¡nueve dedos! Me miró como se mira a un tarado. Eso es de niños, me dijo. O de filósofos como ustedes, y nos reímos juntos. Le conté entonces la historia que le daba toda, pero toda la razón.
Era mi primera reunión del departamento docente de filosofía de la Universidad Nacional de Tucumán y fui recibido con toda cordialidad por los pares. Toda la delantera académica imponía un respeto reverencial. A mi lado estaba el profesor Rojo, que era sentencioso e impaciente. Enfrente mìo estaba Samuel Schkolnik, un observador de la vida natural y/o social (oscilaba entre la ventana y la reunión con armonía). El humo aristotélico de su pipa ascendía bailando al mundo supralunar y Lito lo destrozaba con el vapor de su soplido, en una resultante que me daba en el flequillo, cosa que no molestaba en lo más mínimo en ese entonces. Al contrario, el olor a suela dulce del tabaco me gustaba.
“Las reuniones del departamento de filosofía son largas y se quedan entrampados en las discusiones más bizantinas que te imagines”, me había engañado un colega pedagogo. Nada que ver, pensé. Así las cosas, en veinte minutos habíamos despachado todos los trámites y quedaba un puntito, un comunicado y listo. “Lo vemos en la próxima reunión”, señaló la Profesora Norry. “Así terminamos bien la reunión”, dijo, para mi sorpresa. Aquí toda mi inocencia, mi desenfreno e ignorancia se hicieron presentes: “Hagamos los deberes completos, profesora”. María Josefina Norry me sonrió desafiante y me hizo saber que había cometido un enorme error. Los demás miembros se unieron a mi propuesta más desafiados en el amor propio del colectivo de profesores del departamento que convencidos de que era buena idea.
La dirección del departamento leyó entonces un comunicado de las autoridades de la facultad en el que se prohibía la nota “cero”. Me di cuenta entonces que lo que yo pensaba que era una suave región donde se podía jugar era en realidad el lomo de un tigre dormido. Lito Schkolnik saltó de su nube, feliz de hincar el diente, y preguntó acerca de la naturaleza del cero. Que si no era un número, todo era algo así como un funeral sin difuntos, acto vacío: el cero no es una abstracción. Una observación se hizo presente desde la otra punta: “Si un alumno no se presenta a rendir es ausente, no tiene nota. Si se presenta y no sabe, tiene uno. ¿No falta acaso algo? Como si viéramos una gama de colores que pasa del celeste claro al azul…”. El profesor Rojo no veía las horas de entrar a la disputa y salió en defensa del cero.
A las dos horas se hizo un cuarto intermedio y luego retomamos para concluir en que eran absolutamente necesarias una comisión encargada de redactar “Aporías de la nada” y otra, más política, de “Reivindicación del cero”, además de un exordio urgente de epojé a las autoridades de abstenerse de hacer cambios ontológicos en la grilla. El cero debía tener la justa medida cautelar mientras se discute su propia existencia. Esas comisiones nunca avanzaron demasiado pero de vez en cuando, donde menos uno lo espera, se constata que tampoco se disolvieron, que no quedaron en la nada.